Los sacramentos, lugar de encuentro con Cristo

(Del documento «Carta a los que buscan a Dios»,
de la Conferencia Episcopal Italiana, de abril de 2009)

Puede suceder que entremos en una iglesia, quizá con el ánimo de dar un nombre a nuestra búsqueda interior. Aunque vacío, el ambiente evoca una presencia y favorece la interioridad. Pero cada iglesia se anima cuando de edificio de piedra se convierte en Iglesia de rostros: «Acercándoos al Señor, la piedra viva… también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu» (1 Pe 2,4-5).

Por esto, la manifestación más significativa de la Iglesia tiene lugar cada domingo, día del Señor, memoria viva de la resurrección de Cristo, cuando la comunidad se reúne para la celebración de la Eucaristía. La misa dominical es el “gracias” semanal, compartido por cada uno, por el don de la fe, del amor y de la esperanza más fuertes que la muerte. La Eucaristía, es decir, la acción de gracias, es Iglesia y manifiesta a la Iglesia en la variedad y riqueza de los dones que la componen.

El buen gusto de una vida generosa

Cuando decimos que ya no existen los buenos sabores de otros tiempos, en realidad estamos constatando una especie de pérdida del sentido profundo de las cosas. Comer pan con el aroma del horno o beber vino de auténtica uva es como reencontrar la autenticidad en nosotros mismos y en nuestras relaciones. Si, además, se comparte mesa con los amigos, realmente algo cambia en la existencia.

La noche en que fue entregado, cuando en el horizonte se está perfilando la condena a muerte para Jesús, él no renuncia a dar una señal de luz en las tinieblas que envuelven los corazones. En la mesa con los amigos, en los días en que se recuerda el paso de la liberación experimentada por el pueblo judío en el éxodo de Egipto, toma pan, lo parte e invita a comerlo: ¡es su cuerpo! Después toma un cáliz e invita a beber el vino derramado: ¡es su sangre! Gestos que los suyos no entienden por el momento.

Cuando lo vean colgado del árbol de la cruz empezarán a comprender que el pan partido y el vino vertido son signos proféticos del don de sí mismo. Pero, ¿valía la pena? Solamente encontrándolo resucitado se convencerán, gracias al don de su Espíritu, de que tenía precisamente razón: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Cuando en la Cena los había invitado a “hacer esto en su memoria”, quería que participasen en su mismo don de amor a través del gesto del comer y del beber.

He ahí por qué, desde el primer momento, los cristianos se reúnen cada domingo para celebrar la memoria viva –o como se dice, el “memorial”- de su Pascua, de su muerte y de su resurrección, en el signo del pan que es su cuerpo y del vino que es su sangre. Comen, es decir, entran en comunión profunda con él y entre ellos, para tener la fuerza de entrar en el sentido del vivir, en el buen gusto de la existencia: “El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará” (Mc 8, 35).

Los sacramentos y la vida nueva en Cristo

Apostar por este estilo de vida ofrecida en don no es fruto de la generosidad de un momento: toda la existencia está llamada a plasmarse diversamente, también porque fuera y dentro de nosotros hay un impulso que nos arrastra hacia el egoísmo, la prevaricación, el beneficio individual. Jesús, decidiendo compartir el peso de esta realidad de mal con nosotros, se puso en fila con los pecadores y se sumergió en el río Jordán para recibir el bautismo de Juan Bautista.

Los cristianos retoman este bautismo con un sentido nuevo. Sumergen al que es bautizado en el agua de la fuente bautismal, o le bañan la cabeza, para significar la unión al propio Cristo, en el acto de su entrar en el sepulcro en solidaridad con nuestras muertes y de nuestro salir de ellas con él, participando de su victoria sobre la muerte. De una vez por todas, de manera imborrable, en el bautismo, nuestra existencia está firmemente unida a la de Cristo y a la de todos los demás cristianos; nos convertimos en un cuerpo único, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia: cuerpo dado, vida vivida en la lógica evangélica de la semilla consumada para dar frutos de amor.

Todos los sacramentos son participación de nuestra vida en la de Cristo. Estos remiten al cuerpo incandescente del Evangelio, a la Pascua de Cristo que va hasta el fondo en el don de sí mismo y así vence a la muerte. A través de los sacramentos, la vida en sus diversos momentos (nacimiento y muerte, salud y enfermedad, amor de pareja y servicio a la comunidad, pecado y perdón…) se injerta en el hecho pascual de Jesús, de quien recibe fuerza y sentido. Es Cristo mismo, mediante los sacramentos, quien entra en nuestra vida, obrando en ella con la potencia de su amor. Lo expresa incisivamente este bello texto de un antiguo escritor cristiano:

«Aunque este servicio [la celebración de los sacramentos] aparezca ejercido por medio de los hombres, la acción, no obstante, es de aquél que es autor del don y es él mismo quien cumple aquello que ha instituido. Nosotros llevamos a cabo el rito, él concede la gracia. Nosotros ejecutamos, él dispone. Pero suyo es el don, aunque nuestra es la función. Nosotros lavamos los pies del cuerpo, mas él lava los pasos del alma. Nosotros sumergimos el cuerpo en el agua; él perdona los pecados. Nosotros sumergimos, él santifica. Nosotros sobre la tierra imponemos las manos; él desde el cielo da el Espíritu Santo» (San Cromacio de Aquilea, Sermo XV: El lavatorio de los pies, 6).

Expresamos este encuentro de nuestra vida con la acción poderosa de Dios en el rito, cuya experiencia nunca ha faltado a la humanidad. En efecto, hay que dar valor a las cosas de la vida con el lenguaje de la alegría y de la fiesta, del volver a estar juntos y del compartir: palabras y silencios, músicas y cantos, vestidos y signos, todo concurre a expresar aquello que es más grande en nosotros y que nos implica. Los ritos expresan aquello que no se puede decir ni expresar, lo esencial invisible a los ojos que remite al misterio mismo de Dios.

Así, el bautismo es la eclosión del sentido profundo de toda la existencia, la entrada en la participación en la vida misma de Dios, que es Amor. Precisamente por esto no afecta únicamente al niño, sino que implica a toda la comunidad e interpela a cada cristiano sobre la manera en que vive el don recibido en el propio bautismo. A su vez, la eucaristía -memorial de la Pascua de Jesús- es entendida y vivida como la cumbre y la fuente de toda la existencia cristiana y de la vida de la Iglesia.

De manera análoga, la confirmación -en tanto que acto en que Dios viene a confirmar con el don de su Espíritu Santo al bautizado- es acogida como una gracia para todos, porque a través de la fuerza del testimonio dado al confirmado, llega a toda la comunidad de los creyentes y puede vivificar cada relación humana. Bautismo, confirmación y eucaristía constituyen los sacramentos de la iniciación cristiana, aquellos que permiten ser cristianos y crecer en la vida teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad.

A estos se añaden los sacramentos de curación -la penitencia, que da el perdón de los pecados y nos reconcilia con Dios y con la Iglesia, y la Unción de los enfermos, que fortalece en la debilidad de la enfermedad y da vigor espiritual- y los sacramentos del servicio de la comunión, el orden sagrado y el matrimonio. Estos dos últimos edifican a la comunidad cristiana, respectivamente, a través del ministerio de la unidad -vivido en el servicio de la Palabra, en la liturgia y en la guía pastoral- y a través de la construcción de aquella célula vital del pueblo de Dios y de la humanidad que es la familia.

El encuentro, después, con los diferentes caminos religiosos, hoy hecho posible como nunca antes por la aldea global en que vivimos, es invitación a compararlo con otras ritualidades. Éstas hablan de los anhelos sinceros del hombre en busca de Dios y de Dios a la busca del hombre. Desde el momento que en Pentecostés el Espíritu del Señor ha llenado el universo, el cristiano puede leer en esta ritualidad difusa unos fragmentos preciosos, como «un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Concilio Vaticano II, Nostra ætate 2), que manifiestan «una casi secreta presencia de Dios» (Ad gentes 9). El único Padre que Jesús nos ha revelado en su Pascua es el Dios hacia el cual toda la humanidad se encamina. En el acto de celebrar los sacramentos, por tanto, la Iglesia afirma su fe, pero da también voz a la expectación del mundo y de la historia, pregusta el los «cielos y tierra nuevos» en el compromiso compartido por una vida que todo el mundo pueda vivir y encuentre buena.